La ecuación social

La libertad es algo bueno para el ser humano y por eso es deseable que tenga de ella lo más posible. 

Cuando de alguna forma nos coartan la libertad nos sentimos molestos, angustiados, enojados. Hay mil formas de hacerlo, unas más perceptibles que otras, desde una ley que nos prohibe algo hasta el horario fijo de una reunión. A algunas limitaciones las tenemos tan incorporadas que casi no "sentimos" que nuestra libertad está siendo recortada, como es el caso de nuestro horario de trabajo o la hora en que el cine emite una película (que hoy buscamos sustituir con reuniones virtuales asincrónicas o canales de streaming).

Desde el punto de vista individual, desearíamos ser lo más libres posible. Sin embargo, cuando nos encontramos conviviendo con otras personas en una comunidad (desde una familia hasta un país), a menudo las libertades personales se superponen o se entrechocan. Por eso en tales casos es necesario y a veces imperativo, recortar algunas libertades para beneficiar al grupo. Así por ejemplo, en el seno familiar, establecer un horario para la cena facilitara la tarea de prepararla y de luego limpiar la vajilla; en el caso de un país, establecer una regla de tránsito redundará en disminución de conflictos entre transeúntes y automovilistas y en menores accidentes.

Los ejemplos abundan, pero es claro que en una comunidad es necesario poner algunas cotas a la libertad plena, para que su ejercicio individual no moleste al resto de las personas, que tienen el mismo derecho que nosotros a ejercerla. Si nadie respetar las reglas de tránsito, ir por la calle sería mucho más peligroso o bien, deberíamos hacerlo mucho más lento alargando así los tiempos para cualquier diligencia personal o de trabajo. 

Si bien esto parece claro, la forma como se haga tal limitación a las libertades individuales es un tema muy delicado y que merece una mirada más cercana: no es lo mismo sugerir que prohibir, no es lo mismo una advertencia que una severa multa o una pena de prisión. No es lo mismo que la restricción sea consensuada entre todos a que la imponga una persona por su decisión unilateral. No es lo mismo que la restricción opere para todos a que lo haga sólo para unos pocos... peor aún cuando los afectados en su libertad lo son en base a una característica tal como su sexo, su raza o el color de su piel.

Entra a jugar aquí una de las preocupaciones más antiguas de la economía como ciencia social, que ha sido la de tratar de conjugar el comportamiento individual con el grupal (social) y de dar incentivos adecuados a los individuos para que moderen o limiten su accionar en el momento en que estén perjudicando a otros y lo impulsen cuando los estuvieran beneficiando. Debemos reconocer que muchas veces los individuos perjudican a otros con sus acciones pero lo hacen sin darse cuenta, pero es cierto que muchas otras lo hacen aún siendo conscientes pero sin que les importe demasiado (salvo que se los persuada con una penalidad muy severa, caso en que empiezan a considerar moderarse ... o buscar la forma de evitar la penalidad). 

Así, en muchas ocasiones los individuos priorizan sus propias necesidades a las del grupo al que pertenecen y actúan en consecuencia. Es cierto que esto amerita una serie de consideraciones éticas ligadas a lo que "debería ser", pero también lo es que a menudo la realidad es esquiva tales consideraciones y debemos entonces concentrarnos en lo que "es".  

Llamémoslo “conducta antisocial”, condenémosla desde el púlpito de la moralidad, angustiémonos por su indebida extensión y repetición... pero lo cierto es que existe. Y no es tan excepcional como quisiéramos.

El problema se suscita cuando los intereses individuales no coinciden con los sociales, es decir, la persona persiguiendo su interés perjudica al grupo. Cuando el individuo actúa por egoísmo, sin que lo que sucede en el grupo le importe, o bien cuando ese efecto le resulta tan difuso y lejano que no entra en su consideración ni altera su decisión.  

No siempre es así, pero es muy frecuente y es el caso que nos preocupa porque es el que va en contra de la idea que planteó Adam Smith acerca de la “mano invisible”. Muchos economistas se han ocupado de este tema después de Smith proponiendo distintos remedios para esa situación: desde la concientización (“fumar es perjudicial para la salud”) pasando por la amonestación y la multa hasta llegar a la prohibición lisa y llana. Pero a menudo eso no es suficiente y sabiendo o no que hace daño al resto, el individuo consigue burlar los controles y sigue actuando en su propio beneficio: "No pueden prohibirme fumar, atentan contra mi libertad" o "¿Por qué debería bajar el volumen de la música, si estoy en mi casa?".

El problema de la pandemia ha traído este tema al primer plano en forma dramática. Es cierto que cuidarme me beneficia y beneficia a todos, pero es cierto también que hacerlo me acarrea algunas incomodidades (usar barbijo, guardar distancia, saludar sin abrazar, tener que esperar para entrar a un negocio...). De tal forma, es frecuente que en la "ecuación individual" cuidarse no sea lo más atractivo y hasta sea molesto, pero lo que sí es cierto es que en la "ecuación social" sin duda es lo mejor: si yo me descuido un poco tal vez no corra un riesgo inminente pero si todos lo hacen, el riesgo de todos aumenta y mi riesgo también.

La ecuación individual me empuja a relajar mi cuidado (desde bajarse el barbijo hasta asistir a fiestas clandestinas) pero la ecuación social debería impulsarme a no hacerlo nunca. Pero claro, digo "debería". Pero las personas en la práctica somos reacias a priorizar al grupo por sobre lo individual... y por ello deben obligarnos, multarnos, penalizarnos.

La viveza criolla argentina es el extremo de este comportamiento antisocial. Los individuos esquivan la penalización pensando que mientras otros no lo hagan, obtendrán ellos un beneficio adicional. En particular este es un caso donde el individuo sabe que saca una ventaja a costa del grupo y aún así lo hace: si durante una pandemia se prohíbe ir al supermercado, igualmente voy porque de esa forma hay menos gente; si se pide usar barbijo, no lo uso porque mientras todos los demás lo usen mi probabilidad de contagio es baja. El componente antisocial es evidente: si todos actuaran como yo, el fracaso estaría asegurado.

Pero la viveza criolla es una característica de los argentinos de la cual incluso nos enorgullecemos. Es un caso extraño: aunque se basa en el egoísmo individual, el resto (los perjudicados) lo aceptan y hasta aplauden porque implica un grado de creatividad que a menudo consideran un “valor”. Esto sin embargo constituye un severo dilema entre el beneficio personal y el social: el “vivo” obtiene una ventaja que no implica perjuicio para el grupo sólo si el grupo no lo detecta y no altera su propio comportamiento, supuesto ilusorio cuando se vive de un “país de vivos”. Si una sola persona transgrede la norma (sale sin barbijo) tal vez el impacto sea mínimo, pero si todos piensan de esa manera y la trasgreden, el sistema se cae a pedazos.

El "vivo argentino" es mirado hasta con respeto por el resto por su pícaro accionar, mientras que quien respeta las reglas es tratado como aburrido, poco creativo… hasta poco inteligente porque no aprovecha las oportunidades. Así, con frecuencia los argentinos nos burlamos de países respetuosos de las reglas, donde su población se amolda a lo que la convivencia social le impone. Nos sorprende que un automóvil pare para dar paso a un peatón o que se respete a rajatabla el turno para hacer una compra. 

Entonces llamamos “aburridos y fríos” a Finlandia, Suiza, Noruega, Dinamarca, Alemania o Japón, países en donde basta que el gobierno pida a la población que respete las normas de cuidado frente al virus, para que eso ocurra sin demora y la situación se controle con mayor facilidad.

Pero claro, proponer una conducta socialmente correcta desde un gobierno requiere un grado de credibilidad que un "vacunatorio vip" hace pedazos.


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